Para Naief Yehya
Alien
(EU, 1979) de Ridley Scott
En 1979 el escritor Joseph Conrad experimentó un revival a través de dos películas antitéticas: Apocalipsis ahora, de Francis Ford Coppola, y Alien, de Ridley Scott. Mientras que la primera se basa con entera libertad en El corazón de las tinieblas, la segunda acude a Nostromo para bautizar la nave catedralicia que al recibir una aparente señal de auxilio interrumpe su regreso a la Tierra, se desvía a un planeta desolado (LV-426) y recoge al polizón que con el tiempo deviene uno de los monstruos más célebres de la pantalla. Fruto de la simiente de un parásito con forma arácnida, la saga de este organismo, quizá la más larga de la historia del cine ya que a la fecha abarca tres siglos, está siendo completada por Aliens (James Cameron, 1986), Alien 3 (David Fincher, 1992), Alien: la resurrección (Jean-Pierre Jeunet, 1997), Prometeo (Ridley Scott, 2012), Alien: Covenant (Ridley Scott, 2017), Alien: Romulus (Fede Álvarez, 2024) y un par de subproductos: Alien contra Depredador (Paul W. S. Anderson, 2004) y Alien contra Depredador 2 (Colin y Greg Strause, 2007). Como toda gesta que se respete, la de Alien narra al menos hasta Alien: la resurrección la lucha entre dos fuerzas antagónicas, en este caso Ellen Ripley (Sigourney Weaver) y el ser biomecánico cuya identidad —al igual que la de la criatura diseñada por el doctor Victor Frankenstein en el clásico de Mary Shelley— se reduce a un nombre genérico; una batalla que traslada el mito de la Bella y la Bestia al campo del terror contemporáneo. Metáfora de la paranoia viral llevada a extremos intergalácticos, la epopeya alienígena está llena de connotaciones sexuales —el pánico a que la humanidad sea fecundada por una entidad ajena— y funge como una exploración de la maternidad/paternidad frustrada, no deseada o no asumida del todo. Obra maestra del horror vacui orgánico, Alien inició otra odisea del espacio en la que el bebé cósmico vislumbrado por Stanley Kubrick como el siguiente paso en la evolución del hombre ha sido sustituido por un engendro que intenta usurpar, con el poder de su mandíbula retráctil, el lugar que se nos asignó en el universo.
La cosa del otro mundo
(EU, 1982) de John Carpenter
El miedo al contagio o contaminación por parte de un organismo ajeno y específicamente extraterrestre, evidenciado por La invasión de los ladrones de cuerpos (Don Siegel, 1956) y refrendado para nuevas generaciones por Alien de Ridley Scott, es el eje en torno del que gira la trama de La cosa del otro mundo. Versión depurada del filme dirigido por Howard Hawks y Christian Nyby en 1951 —los años cincuenta del siglo veinte, hay que recordarlo, fueron ricos en fobias legadas por la guerra y la avanzada atómica—, la película de John Carpenter se apega más a la novela breve en que se basa su antecesora (“¿Quién va ahí?”, de John W. Campbell Jr.) para establecer una atmósfera de opresión permanente tanto en ámbitos proclives a lo claustrofóbico (los distintos compartimentos de una estación estadunidense de investigación) como en los salvajes espacios abiertos de la Antártida, que también sirve de marco geográfico a Alien contra Depredador de Paul W. S. Anderson. Encabezado por el piloto R. J. MacReady (Kurt Russell), relevo de la Ellen Ripley de Alien, el grupo de investigación exclusivamente masculino ideado por Carpenter debe enfrentar la colonización corpórea —cabría decir aun la preñez— a la que lo somete un ser alienígena cuya capacidad principal es la imitación fiel y vertiginosa de otras formas de vida. Pocas veces en el cine contemporáneo se ha visto el despliegue de alteraciones, desfiguraciones e hibridaciones anatómicas que ofrece La cosa del otro mundo, algunas de las cuales remiten de inmediato a los amasijos de carne torturada que pueblan la obra pictórica de Francis Bacon. Es justo la carne humana, y más todavía el cuerpo del hombre, el terreno fértil elegido por el expoliador alienígena para sembrar la semilla de la metamorfosis y la deformación. Si Alien muestra el embarazo entre especies diferentes, La cosa del otro mundo exhibe los abortos de un proceso de gestación y asimilación que la humanidad debe seguir frustrando si no quiere ser conquistada por civilizaciones que buscan la copia perfecta de sus integrantes.
Terminator
(EU, 1984) de James Cameron
Si 1982 fue testigo de la llegada de los replicantes a nuestro planeta gracias a Blade Runner de Ridley Scott, y si en 1983 se pudo ver el ascenso de un nuevo hombre involucrado fisiológicamente con lo mecánico a través de Cuerpos invadidos de David Cronenberg, 1984 se cimbró con un doble acontecimiento en el ámbito de la ciencia ficción. Por el lado literario la novela Neuromante de William Gibson inauguró de manera oficial el ciberpunk, un género que se volvería sumamente influyente al idear grandes distopías posindustriales, y por el lado cinematográfico Terminator de James Cameron abrió las puertas del tech-noir, que tomó su nombre del club nocturno que figura en la película para bautizar la fusión de cine policiaco y fantasía prospectiva que ha dado tantos frutos. Punto de partida de una saga bastante irregular que abarca cinco filmes más y una teleserie con solo dos temporadas (Terminator. Las crónicas de Sarah Connor, 2008-2009), Terminator se ubica en Los Ángeles en dos tiempos distintos, 1984 y 2029 —diez años después del noviembre de 2019 anunciado por Blade Runner, que también sitúa toda su acción en la ciudad californiana—, para referir una guerra encarnizada entre humanos y máquinas que inicia en el futuro para desplazarse o desfasarse al presente. A diferencia de los replicantes, los cyborgs similares al que interpreta Arnold Schwarzenegger son organismos cibernéticos que carecen de emociones y por ende de remordimientos y que al igual que los xenomorfos de la gesta de Alien son impulsados por un objetivo único: la aniquilación de la especie humana, su creadora vuelta enemiga principal. Heredera del ojo glacial e indiferente de la computadora HAL 9000 de 2001: Odisea del espacio (Stanley Kubrick, 1968), la mirada del Terminator lidera una sofisticada herramienta de destrucción que paradójicamente adquiere la fisonomía de aquello mismo que se empeña en destruir. El lobo con piel de oveja ha sido remplazado por un dispositivo con carne y sangre humanas que no cejará en su lucha por erradicar de la Tierra a la raza a la que tanto se parece.
La mosca
(Canadá, 1986) de David Cronenberg
1983 marcó un parteaguas no solo en la obra siempre inquieta e inquietante de David Cronenberg sino en el cine mundial. Ese año, entre los despojos industriales de Toronto, Max Renn (James Woods), director de un canal porno por cable, se suicidó con la pistola que se había incorporado a su organismo gracias a la obsesión por Videodrome, programa precursor de las snuff movies; de pie ante una pantalla ciega, Max redujo su despedida a una sentencia (“Larga vida a la nueva carne”) para luego darse un tiro y volverse videoalucinación. Cuerpos invadidos selló de este modo el advenimiento de una era en que esa nueva carne se manifestaría de maneras cada vez más insospechadas, generando mutaciones y mestizajes anatómicos de toda laya. Una de esas mutaciones se examina en La mosca, que va más allá del remake de la película homónima dirigida por Kurt Neumann en 1958 para plantarse de lleno en la órbita de Cronenberg. La historia de Seth Brundle (Jeff Goldblum), el inventor de dos cabinas que posibilitan la teletransportación instantánea, funciona al cineasta canadiense como pretexto para trasladar la indagación de la nueva carne al entorno científico y dar rienda suelta a un abanico metamórfico que recuerda La cosa del otro mundo de John Carpenter, sobre todo en lo que respecta al arco degenerativo del cuerpo sometido en este caso a una fusión con el código genético de un insecto. Es interesante ver cómo Cronenberg presenta la transformación de Brundle desde el punto de vista no evolutivo sino involutivo: la hibridación entre especies implica una degradación de las propias especies involucradas, un descenso por parte del hombre a un estadio primitivo e inferior en lugar de un ascenso a una etapa novedosa y superior. Si en Cuerpos invadidos la tecnología es la causa de tal degradación al permitir que el ser humano sea penetrado por elementos mecánicos, en La mosca la ciencia y sus ambiciones desmedidas son responsables de una transfiguración que no eleva sino que rebaja a todo aquel que la experimenta por azar o por decisión personal.
Las alas del deseo
(Alemania, 1987) de Wim Wenders
De todos los ángeles, el más seductor y polifacético desde el punto de vista cultural es el caído: Lucifer, que una vez condenado a los infiernos adquirió el nombre de Satanás. Son incontables las representaciones que esta criatura ha tenido a lo largo de la historia, y el cine no se ha quedado a la zaga en la diseminación de su iconografía; no en balde en El abogado del diablo (Taylor Hackford, 1997) el Satanás interpretado por Al Pacino afirma: “La vanidad es mi pecado favorito.” Pero ¿qué ocurre en el imaginario fílmico con el resto de la dinastía angelical, opacada por el fulgor hechicero de Lucifer? De la mano del escritor austriaco Peter Handke, con quien trabajó un guion lleno de guiños poéticos y filosóficos, Wim Wenders respondió esa pregunta con Las alas del deseo, cuyo título original da la exacta ubicación geográfica de la historia: El cielo sobre Berlín. Dividida por el muro que sería derribado en 1989 —apenas dos años después del estreno de la película— y que concede a la trama un sutil pero innegable contexto político, la capital alemana deviene el crisol de la raza humana resguardado por un grupo de ángeles entre los que sobresalen Damiel (Bruno Ganz) y Cassiel (Otto Sander), una pareja que externa sus dudas especialmente por boca del primero: “Es fabuloso vivir solo en espíritu y observar día a día, por toda la eternidad, el lado espiritual de la gente. Pero a veces me cansa mi existencia como espíritu. En lugar de este flotar eterno me gustaría sentir un peso que anulara en mí lo ilimitado y me atara a la tierra.” La nostalgia por la materialidad conduce a Damiel a renunciar a su condición inmaterial, a su visión de la humanidad en blanco y negro y por ende sin demasiados matices, para aprender y aprehender los sabores y sinsabores del mundo, comenzando por el amor que profesa a una artista circense (Solveig Dommartin) que realiza sus acrobacias vestida en un gesto simbólico con alas de ángel. Puesta en escena de una encarnación en el sentido más terrenal de la palabra, Las alas del deseo evidencia con claridad que los hermanos de Lucifer también pueden resultar fascinantes.
Drácula de Bram Stoker
(EU, 1992), de Francis Ford Coppola
Anti-Narciso por excelencia, ya que no se puede mirar en ninguna superficie reflejante pese a estar condenado a la belleza y la juventud eternas, el vampiro es uno de los monstruos culturales más socorridos desde 1897, año de la publicación de Drácula. El irlandés Bram Stoker, autor de este clásico, llegó a decir que el antagonista de la novela le fue sugerido por el erudito húngaro Ármin Vámbéry, quien le habló por primera vez del príncipe Vlad III de Valaquia, cuyo verdadero nombre era Vladislaus Dracula —dracul significa “demonio” en el dialecto de los campesinos rumanos— y que pasó a la historia como Ţepeş, el Empalador, gracias a su cruel refinamiento contra los boyardos, como se conocía a los miembros de la aristocracia eslava. En el cine fue Friedrich Wilhelm Murnau quien con Nosferatu (1922) inauguró el larguísimo camino que el vampiro recorrería hasta llegar a nuestros días, sano y salvo merced a interpretaciones valiosas como Déjame entrar (Tomas Alfredson, 2008, y Matt Reeves, 2010). Siete décadas después del primer Nosferatu —el segundo fue dirigido por Werner Herzog en 1979—, Francis Ford Coppola decidió beber directamente de la fuente vampírica con Drácula de Bram Stoker, que retoma la narración de 1897 para construir un filme que es un homenaje tanto a su origen literario como a los mecanismos propios del cine. Encarnado a la perfección por Gary Oldman, el Drácula de Coppola es una criatura cuyo principal poder radica en la transformación constante: sea como noble decrépito o lozano, como murciélago humanoide, como hombre lobo, como hato de ratas e incluso como niebla mefítica, el vampiro hace gala de su capacidad de adaptación a diversos contextos sombríos. A esa capacidad se suman la pericia para seducir a hombres y mujeres (“He cruzado océanos de tiempo para encontrarte”) y la exquisitez malévola para drenar la sangre de las víctimas al cobijo de la noche. Elegante como pocos de su especie, el Drácula actualizado aunque a la vez canónico de Coppola cumple cabalmente el doble papel de lo aberrante que repele y cautiva.
El laberinto del fauno
(España, 2006) de Guillermo del Toro
Desde El Golem (Carl Boese y Paul Wegener, 1920), obra fundamental del expresionismo alemán basada no tanto en la novela homónima de Gustav Meyrink como en la mitología judía —en la Biblia la palabra golem significa “forma sin conformar”—, la interacción entre humanos y monstruos ha sido una recurrencia no exenta de morbo en el cine. Clásicos como King Kong (Merian C. Cooper, 1933) y La bella y la bestia (Jean Cocteau, 1946) llevan esta interacción más allá al fincar un vínculo afectivo entre ambas partes, pero es tal vez Frankenstein (James Whale, 1931) la cinta en la que se hace un mayor énfasis en la fragilidad de dicho vínculo en la célebre escena donde la niña Maria (Marilyn Harris) y la Criatura (Boris Karloff) arrojan flores a un lago. Fanático de los cuentos de hadas y en especial de los relatos de los hermanos Grimm, que recorren su filmografía en diversas metamorfosis —la prueba más reciente es La forma del agua (2017), gran ganadora en la entrega de los premios Oscar de 2018—, Guillermo del Toro aborda esa fragilidad en El laberinto del fauno, donde Ofelia (Ivana Baquero), una adolescente soñadora de resonancias hamletianas, establece una relación con el ente híbrido que bautiza el filme (Doug Jones, que también interpreta al anfibio de La forma del agua) y que la convence de ser la reencarnación de una princesa legendaria que murió al acceder a la condición humana. Al ubicar la historia en la España de 1944, sacudida aún por el legado salvaje de la guerra civil, Del Toro desdibuja totalmente la línea que divide las criaturas que habitan el mundo subterráneo del fauno (el subconsciente) de los engendros con rostro de hombre que aún pululan en la superficie (el inconsciente colectivo). ¿Qué ser es capaz de erigirse como el más violento: el militar que aplasta la cabeza de un joven con una botella (Sergi López) o el Hombre Pálido que devora hadas y tiene ojos en las manos (otra vez Doug Jones)? La respuesta a esa pregunta es una fábula oscura y llena de fantasía, sí, pero con un pie bien plantado en una realidad que solo se puede describir como monstruosa.
Ex Machina
(Reino Unido, 2015) de Alex Garland
Los replicantes de Blade Runner de Ridley Scott se encargaron de llevar a un nivel corpóreo la rebelión de la inteligencia artificial anunciada por la computadora HALrong> nos presenta en Las alas del deseo una visión única y conmovedora de los ángeles y su relación con los seres humanos.
La película nos sumerge en la vida de dos ángeles, Damiel (Bruno Ganz) y Cassiel (Otto Sander), que deambulan por la ciudad de Berlín, observando y escuchando los pensamientos y deseos de las personas. Aunque son invisibles para los humanos, sienten una profunda curiosidad por experimentar la vida terrenal y la capacidad de sentir emociones.
La llegada de Marion (Solveig Dommartin), una trapecista de un circo ambulante, despierta en Damiel un deseo irrefrenable de abandonar su existencia etérea y convertirse en humano para poder amar y ser amado. A través de sus ojos, Wenders nos muestra la belleza y la fragilidad de la vida humana, así como la soledad y la angustia que a menudo la acompañan.
La película se desarrolla en blanco y negro, lo que le confiere un aire poético y melancólico. La música de Nick Cave y Wim Wenders complementa a la perfección las